viernes, 3 de abril de 2020

Diario de Alarma, Día 21

Día 21. "NORMALIDAD"

Parece que según algunos psicólogos y gurús de autoayuda y demás gente, un ser humano empieza a asumir nuevos hábitos cuando los mantiene durante 21 días, los mismos que llevamos de cuarentena. Y puede que no se equivoquen del todo puesto que quien más quien menos, con los ya habituales altibajos que personalmente experimento y que según se por otras personas son comunes a muchas otras personas, ya nos hemos acostumbrado un poco a esta "forma de vida confinada" que llevamos en estos tiempos.

Ya no resulta tan raro apenas salir de casa, el usar la vía pública para circular deprisa esquivando peatones, y sólo para ir a comprar cosas de primera necesidad, o incluso que algún gilipollas te "chiste" desde una ventana si te paras a hablar 5 segundos. Si, los gilipollas de balcón son abundantes, y si una cosa me queda clara de esta cuarentena es que la situación actual ha convertido a muchos en agentes del gobierno a tiempo completo.

El aire sigue respirándose limpio cuando te asomas. En la calle el ruido no es el de los coches o el de las personas, o el de las meras actividades humana, si no el de las palomas volando de una ventana a otra con libertad plena, o las gaviotas haciendo suyos los tejados. La calma en las horas fuera de los momentos de la compra es sepulcral. Hasta el cielo parece que no se mueve. Silencioso y lento, como un soleado Domingo de Año Nuevo a las 9 de la mañana, pero aún con menos gente y sin resaca. Y en Primavera.

La fragilidad, de la normalidad.

Nos creíamos invencibles viendo guerras y crisis humanitarias como si fueran una película que daba la tele, pero hoy tenemos en casa una pandemia. Reflexionando, la normalidad no es invencible, es frágil. Quiero citar el conocido como "Reloj del Apocalípsis" o "Reloj del Juicio Final", un buen indicador de lo que supone la fragilidad humana. Este reloj, es un indicador creado en 1947 por la Universidad de Chicago para indicar a cuanto tiempo del Apocalípsis se encuentra el planeta. En aquel entonces el mayor riesgo era la guerra atómica, pero posteriormente otras posibles amenazas han ido añadiéndose como cambios climáticos y avances científico-técnicos como la nanotecnología.

El reloj del Apocalípsis funciona de tal manera que si la aguja llega a indicar las 00:00 esto supondría el fin del mundo. En 1947 el reloj comenzó a las 23:50, es decir a 10 minutos de la media noche y después fue subiendo o bajando según las situaciones diversas que han ido sucediéndose desde entonces, con el punto más lejano de la media noche en 1991, cuando la caída de la URSS hizo que el reloj se situara a las 23:43. Lo más cerca de la media noche han sido varios momentos, en los que se llegó a las 23:58... entre ellos el presente 2020, año en el que parece ser que el reloj está más cerca que nunca de las 00:00

Por otra parte, la enorme cantidad de armas atómicas que existe en el mundo hace además que un mínimo fallo informático -que en alguna ocasión ya se produjo- desate una guerra atómica y haga que en cuestión de minutos estemos todos muertos, o peor, vivos. Porque lo peor de un holocausto atómico creo que es sobrevivir...

Con esto quiero decir, que todos deberíamos de valorar más la vida, incluidos aquellos que se dedican a acumular riquezas, porque, ¿de que iban a servir estas si se quedasen ellos solos en un bunker, confinados para el resto de sus vidas, resistiendo un apocalípsis atómico?

Para saber más sobre el Reloj del Apocalípsis:

Entrada en Wikipedia sobre el Reloj del Apocalípsis

Gente tenebrosa.

Otra cosa de la que quiero hablar en mi diario es toda la gente a la que llamo tenebrosa. Estoy bastante cansado de toda la gente que cada vez que abre la boca es para decir que no vamos a salir hasta el Verano (¡¡o incluso hasta el año que viene!!). Luego soy yo el pesimista, pero mi evolución fue al revés. Pasé de ser pesimista en la cuarentena a vivirla con optimismo. Porque hoy, no es mañana, ni dentro de un mes. Y lo que sabemos es que hoy hay que estar bien, y aprovechar todo lo bueno que tengamos -vuelvo a remitirme al Reloj del Apocalípsis- Así que, amigos tenebrosos, por favor, dejad de pensar que va a ser el fin del mundo o que viviremos siempre en una caverna. El fin del mundo existe y llegará algún día, pero no sabemos cuando. Y nosotros lo veremos o llegará nuestro fin antes de ese fin. Por eso, vivamos con un poco de alegría. Si salimos al balcón que sea para aplaudir, no para hacer el mongol.

Prolongación del estado de alarma.

Ayer el diario El País ya dejó caer, así como quien no quiere la cosa, de que había quien pensaba en prolongar el estado de alarma hasta el 26 de Abril, un secreto a voces que ya todos conocíamos y que el periódico plataforma del PSOE por antonomasia filtró ayer ya. Hoy ya algunos miembros del gobierno han hablado de esa posibilidad que se va a plantear esta semana en el congreso, y que, al parecer alguno ha dicho que votará en contra.

Algo que parece evidente, es que cuanto más tiempo dure el estado de alarma, más se perjudicará a la economía. ¿Tomará el gobierno medidas keynesianas después de esto? o, ¿van a intentar quedar bien con todo el mundo sin "chicha ni limoná"? Si es lo segundo, yo creo que vale más que no prolonguen nada y que cada uno tome sus medidas... y nos proporcionen mascarillas. Lo de las mascarillas está complicado, puesto que al parecer hay cierta "piratería" de mascarillas a lo largo del mundo. En un aeropuerto chino, agentes norteamericanos han pagado más para llevarse un cargamento que ya había comprado Francia. Así están las cosas.

La parte más relajada del diario la dedico a la Luna, que fotografié hace un rato desde mi balcón. Nos observa en silencio, incluso más que el que hay en nuestras calles. Y nos observa no siempre con buenas intenciones. Debajo de la foto, dejo otro cuento escrito por mi hace años, sobre la llegada de los romanos a Gijón, que habla precisamente de gilipollas y de los cambios que sufre la normalidad.

Si quieres ver los cráteres, haz click.

ASALTO A NOEGA.

La espesura de los inmensos bosques oscurecía por completo la luz del sol en algunos lugares. Al salir de aquellos puntos ciegos, se llegaba a claros, auténticas pequeñas islas bañadas por el ruido de millones de hojas mezcladas con la brisa del mar. El azul del cielo, el de las olas, y la foresta envolvían al poblado, rodeado de matas de hierba alta entornada y brillante por el paso de incontables años al viento. Desde las rudimentarias atalayas del poblado, los vigías podían saborear el ancestral paisaje que les había visto crecer a ellos, y a sus antepasados. Mientras, debían escudriñar con atención el camino que se sumergía entre los árboles o la línea de la costa, hacia la que desde un tiempo miraban con preocupación. Un momento para la abstracción en la guardia podía servir al vigía para levantar la vista hacia el horizonte, y preguntarse por aquello que escondía la lejanía, o para escuchar el agudo sonido de martillos golpeando yunques, labor en la que todos participaban, como en todas. Aunque su poblado se había consagrado al metal y al fuego. Por eso, ellos se llamaban herreros. Aunque hubieran podido salir de su fragua las más refinadas armas de metal con las que someter a todos los demás poblados de los alrededores, tal idea nunca había pasado por la cabeza de las gentes de Noega. Aquel poblado, a caballo entre el cielo y el mar, tenía de sobra para todos y vivían en paz. No por ello el consejo de los ancianos había descuidado la protección de sus gentes. Hacia muchos años, los herreros habían partido la piedra del promontorio con picos y duro trabajo, bajando por el acantilado hasta el mar para fabricar un inexpugnable foso. Con una fuente de agua dentro de Noega, ganado y pasto, cualquier enemigo tendría que pensárselo dos veces antes de intentar someter a los herreros. Aunque corrían tiempos inciertos. Los habitantes de aquellos lejanos parajes estaban acostumbrados a escuchar a la naturaleza, y aquella contaba para el que supiera entenderla que la tranquilidad se iba a romper, pero lo que más temían era la permanencia de las costumbres que tantos ancestros habían conocido a través de las historias que se contaban por las noches, tras las murallas de Noega, donde todos tenían un valor para todos. Unos cazaban, otros vigilaban, otros pescaban, otros fabricaban utensilios, y luego las tareas se intercambiaban. Todos se necesitaban y todos se respetaban. Los más viejos, por su sabiduría y detrimento físico ostentaban los poderes de dirección de la aldea. Mientras, uno de los mejores cazadores del poblado llegaba con un enorme ciervo, el ruido de la fragua anunciaba que el más experimentado herrero templaba sus creaciones. El cazador, alto y fuerte, sucio y sudoroso, barbudo y ataviado con pieles, acarreaba con dificultad la pieza con la ayuda de su hijo, mientras el herrero vestido de forma más refinada, sudoroso pero sin barro en la cara, trabajaba cerca de su casa. Pero, nada podía ocultar que la mayoría de habitantes de Noega se sentía mejor tras las murallas protectoras de su pequeño gran paraíso, aguardando lo que deparasen nuevos días.

Una pequeña incertidumbre moraba en Noega, recluyendo bajo el techo vegetal de las chozas circulares pequeños murmullos, que contaban historias de lejanos visitantes. No tardaron en llegar historias parecidas de otras comunidades vecinas, que a su vez conocían las historias de otras más lejanas que aseguraban haber mantenido contactos de vez en cuando con los extraños. Incluso, allí mismo habían arribado en alguna ocasión mercaderes extranjeros interesados en los trabajos de fundición que se desarrollaban en Noega. Hacia varias jornadas que se avistaban movimientos de extraños en la lejanía, los cazadores traían a casa cada vez menos piezas, y los pescadores no se atrevían a navegar con sus humildes embarcaciones en dirección al Este.

Un día, aquellos visitantes llegaron al fin. Se les pudo ver en el otro promontorio más allá del enorme arenal separado de Noega, por donde los hijos de los herreros jugaban mientras sus padres iban de pesca y sus madres reparaban las redes. Aquellas escenas se habían terminado desde la primera hoguera que irrumpió en el Este. Los extraños eran muy numerosos, y pronto sus propias chozas también fueron numerosas.

La choza central de Noega, la más amplia, era la que servía para que los ancianos se reuniesen. Dentro de la gran choza circular, los ancianos conocían del vívido relato de los vigías los detalles sobre el peculiar colorido de las viviendas de los extranjeros, y la extraña forma de aquellos monstruos de madera sobre los que habían navegado hasta allí. Los ancianos hubieran preferido subirse a las atalayas para mirar lo que sucedía a lo lejos, pero su cansada vista no les permitía hacerlo.

La Classis Aquitánica había surcado aquellas oscuras aguas sometiendo a los bárbaros a lo largo de la costa del norte de la Hispania Citerior. El prefecto de la Aquitánica había enviado a asegurar aquella zona a Aulus Aurelius, Nauarchus al mando de los 10 trirremes que se encontraban amarrados en el arenal del oriente. En el campamento que se había construido estratégicamente, los classiarii pulían sus espadas cortas, reparaban sus grandes escudos cuadrados y continuaban desembarcando las balistas de los trirremes, mientras caía lentamente la fría y oscura tarde de Otoño que les acompañaba desde que habían penetrado por aquellos agrestes lugares. Aulus había ordenado construir maquinaria de asedio. Con ella esperaba asustar a los bárbaros y evitar que se atrevieran a desafiar el poder de Roma. La mano de Octavio Augusto se extendía por toda Hispania, pero aun no por aquellos lejanos reductos norteños habitados nada más que por bárbaros huraños y agresivos, impermeables a la cultura que les traía el mundo civilizado.

El clima tan húmedo y oscuro estaba minando la moral de los marineros, que se preguntaban si algún día volverían a ver sus casas bañadas por el sol de la mañana, olvidándose de aquellas brumas que lo envolvían todo y alcanzaban a tocar los huesos y todavía mucho más allá. Era hora de acabar con aquel tedio que duraba ya demasiados días. Las rústicas catapultas que habían levantado estaban listas; a la mañana siguiente se pondrían en marcha hacia el poblado bárbaro que se divisaba desde la costa.
El cazador había visto, de lejos, a los extraños, que portaban armas y brillantes trajes de metal mientras avanzaban por los senderos de un modo organizado imposible de imaginar si no se había visto antes, casi como en un baile alrededor de una hoguera, en el que no hay hoguera y la música era solamente el compás metálico de los escudos, las espadas y las herraduras.

Cuando los romanos alcanzaron las murallas, comenzaron su amenazador despliegue. Pronto la aldea quedó cercada por bloques de hombres que brillaban con la luz del Sol que a veces lograba escapar a las nubes. Los cilúrnigos que dependían por completo de los recursos que les rodeaban, se veían ahora privados de ellos.

- ¡Si saben lo que les conviene, no nos harán perder el tiempo! – Gritaba el general romano a sus tropas desde su caballo mientras un difuso y lejano sol de la tarde brillaba en su decorada armadura.

- ¡Si nos rendimos ahora conservaremos la vida! – gritaba el herrero en la asamblea que se había reunido en el poblado para tomar una decisión sobre aquel inminente peligro. – Si nos rendimos, la vida ya no será lo mismo – repuso uno de los ancianos. – Eso será, porque a usted le queda poco, anciano. Todos callaron. La aseveración del herrero y el silencio terminaron con la ancestral autoridad de los viejos.

Los soldados de armaduras relucientes encendían grandes hogueras y preparaban las armas. Los habitantes de Noega contemplaban aquel infierno, horrorizados, mientras el humo negro de las hogueras traía la llegada prematura de una noche fantasmagórica.

Los romanos hubieran podido arrasar la aldea en menos de una hora. Las chozas y las endebles posesiones de los bárbaros se hubiesen consumido bajo el fuego sin poderse salvar. Entonces, el herrero atravesó las murallas ante la sorprendida mirada del general romano, que comprendió que Roma se había alzado con otra victoria más en tierras hostiles. Los bárbaros se rendían.


El herrero y el general se miraron frente a frente. La armadura del general brillaba tanto, que el herrero quedó deslumbrado, y no supo que decir.

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